No puedo vaticinar el momento que estemos viviendo el jueves 8 de mayo, cuando esta columna salga a la luz. Quizás el humo blanco ya haya anunciado que habemus papa y atrás quedó la desazón de la sede vacante.
O, quizás, no… y aún sea un tiempo de espera.
Si bien me arriesgo a la incertidumbre, no puedo negar que al reencontrar estas palabras me dispuse de inmediato a releerlas. Son algunas ideas, profundas ideas, que pronunció en una histórica homilía, el entonces cardenal Joseph Ratzinger al iniciar el cónclave que lo elegiría como Benedicto XVI.
Hay que hacer una composición de lugar: tratar de participar de alguna manera, lejos en tiempo y lugar, de la Misa Pro Eligendo Summo Pontifice que presidió monseñor Ratzinger en la basílica de San Pedro por ser él, entonces, el Decano del Colegio Cardenalicio. Concelebraron 115 cardenales electores.
Reproduciré unos pocos, pero contundentes párrafos que a mí me han llegado al alma:
Primeros párrafos citados:
“En este momento de gran responsabilidad, escuchamos con particular atención cuanto el Señor nos dice con sus mismas palabras (…) Somos llamados a llegar para ser realmente adultos en la fe. No deberíamos permanecer niños en la fe, en estado de minoridad. ¿Y en qué consiste el ser niños en la fe? Responde San Pablo: significa ser “llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina...” (Ef 4, 14). ¡Una descripción muy actual!”.
“Cuántas doctrinas hemos conocido en estas últimas décadas, cuantas corrientes ideológicas, cuantos modos de pensar... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido no raramente agitada por estas olas, botada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo y así en adelante. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza cuanto dice San Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a arrastrar hacia el error (cf Ef 4, 14). Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, viene constantemente etiquetado como fundamentalismo. Mientras el relativismo, es decir el dejarse llevar ‘de aquí hacia allá por cualquier tipo de doctrina’, aparece como la única aproximación a la altura de los tiempos modernos. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus antojos”.
Un nuevo párrafo:
“Nosotros, en cambio, tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el verdadero hombre. Es la medida del verdadero humanismo. ‘Adulta’ no es la fe que sigue las olas de la moda y la última novedad; adulta y madura es la fe profundamente radicada en la amistad con Cristo. Es esta amistad que nos abre a todo aquello que es bueno y nos dona el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre engaño y verdad. Esta fe adulta es la que debemos madurar, a esta fe debemos guiar el rebaño de Cristo. Y es esta fe -solo la fe- lo que crea unidad y se realiza en la caridad. San Pablo nos ofrece a este propósito -en contraste con las continuas peripecias de aquellos que son como niños llevados a la deriva por las olas- una bella palabra: hacer la verdad en la caridad, como fórmula fundamental de la existencia cristiana.
“En Cristo coinciden verdad y caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida, verdad y caridad se funden. La caridad sin verdad sería ciega; la verdad sin caridad sería como ‘un címbalo que tintinea’ (1 Cor 13, 1)”.
Otro párrafo:
“En esta comunión de las voluntades se realiza nuestra redención: ser amigos de Jesús, llegar a ser amigos de Dios. Mientras más amamos a Jesús, más lo conocemos, más crece nuestra verdadera libertad, crece el gozo de ser redimidos. ¡Gracias Jesús, por tu amistad!”.
Último párrafo citado:
“Debemos ser animados por una santa inquietud: la inquietud de llevar a todos el don de la fe, de la amistad con Cristo. En verdad, el amor, la amistad de Dios nos ha sido dada para que llegue también a los otros. Hemos recibido la fe para donarla a los otros: somos sacerdotes para servir a los otros. Y debemos llevar un fruto que permanezca. Todos los hombres quieren dejar una huella que permanezca. ¿Pero qué cosa permanece? El dinero no. Tampoco los edificios permaneces; los libros menos. Después de un cierto tiempo, más o menos largo, todas estas cosas desaparecen. La única cosa, que permanece en la eternidad, es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad. El fruto que permanece es por eso cuanto hemos sembrado en las almas humanas: el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor. Entonces vamos y recemos al Señor, para que nos ayude a llevar fruto, un fruto que permanece. Solo así la tierra es transformada de un valle de lágrimas en el jardín de Dios”.
Son, sin duda, palabras para meditar, pronunciadas por el cardenal Ratzinger cuando aún no era Benedicto. Palabras aún más vigentes no solo por las actuales circunstancias, sino también porque el próximo domingo 11 de mayo la Iglesia celebra la Fiesta del Buen Pastor.