LA ZAGA DE NILAHUE… Y TAMBIÉN DE LOS BARAONA

 

Lillian Calm escribe: “A través de las páginas tituladas Nilahue, tierra fecunda, se desarrollan sucesos históricos y sus repercusiones, relatados con el rigor del abogado, que no duda en respaldar con documentos pretéritos el devenir de las diferentes generaciones (sentencias y alegatos que se remontan incluso al Génesis, Grecia, Roma y mucho más allá)”.

Historias de familia, al menos las que han caído en mis manos, no suelen ser tan rigurosamente documentadas. Aquí sin embargo estamos ante la suma de factores que se conjugan para que esta realmente lo sea. Aunque, pienso, tal vez la clave está en que más que las memorias de los Baraona, que de por sí dan para toda una zaga, el verdadero protagonista de estas más de trescientas páginas recién publicadas es otro; o, más bien, otra: la tierra de Nilahue, testigo por siglos de alegrías y dolores, de un esfuerzo constante que buscaba ser perdurable y que sin embargo sufrió un despojo violento, amén de terremotos e incendios devastadores.

Luego vendría la recuperación de lo que nunca sería lo que fue, pero aún es y sigue siendo Nilahue. No obstante por el camino fueron quedando los que ya no están.

A través de las páginas tituladas Nilahue, tierra fecunda, se desarrollan sucesos históricos y sus repercusiones, relatados con el rigor del abogado, que no duda en respaldar con documentos pretéritos el devenir de las diferentes generaciones (sentencias y alegatos que se remontan incluso al Génesis, Grecia, Roma y mucho más allá).

Por o demás el autor, Rodrigo de Alencar, es él un Baraona, hijo menor de Paz y del ex embajador de Brasil Fernando de Alencar, “ gaucho de la pampa de Río Pardo, donde Brasil limita con Uruguay”. Del padre brasileño hay prácticamente una sola mención, eso sí con saudades. Aquí, ya lo decía, fuera de la tierra, los protagonistas son los Baraona.

En Colchagua muy, pero muy adentro queda Nilahue y ahí se asentaron las generaciones de los Baraona que Nilahue ha visto pasar. Ese terruño también ha sido testigo de los ciclos histórico-políticos y también agrícolas, con sus logros y zozobras.

Leemos que Nilahue “como unidad productiva y jurídicamente independiente, ubicada dentro del valle del mismo nombre, reaparece en registros públicos a fines del 1700”. El autor se remite a un expediente judicial “cuyas hojas están hechas en pergamino de doscientos veintiún años de antigüedad, escrito con pluma y certificado con el sello de Carlos IV, rey de España…”.

La historia de Chile y de paso el acontecer mundial trasunta estas páginas. Un ejemplo: “Lenin aprovechó la ola de inflación mundial en abono de su tesis anticapitalista, afirmando que ‘la mejor manera de destruir el sistema capitalista es corromper su moneda’”. Pienso: ¿no es lo que se está viviendo hoy en Chile, a pesar de que desde entonces hasta ahora hemos visto desfilar a demasiados otros Lenin?

Rodrigo de Alencar Baraona hace un análisis a fondo de lo que denomina “decaimiento de la agricultura tradicional”, del problema social que surgió y de las consiguientes políticas de protección del agro.

Y llega al período en que resultaba políticamente correcto culpar a los agricultores, “especialmente a los dueños de campos extensos” de “todos los males del campesinado y, por añadidura, de los desequilibrios de la balanza de pagos nacional (…) Acusar a la agricultura privada de un culpable atraso en las condiciones sociales del trabajador agrícola fue fácil, pero no fue correcto ni menos justo”.

Hasta que se produjo la tragedia que marcó a Nilahue. Y que marcó a los Baraona. Una tragedia que irrumpió en los titulares de los diarios de la época, cuando en Chile gobernaba Salvador Allende y operaba la desaparecida CORA, es decir, la expropiatoria Corporación de Reforma Agraria. Esa tragedia terminaría con la vida de Jorge Barona Puelma, quien desde la década del veinte del siglo pasado, había tomado las riendas de esas tierras colchagüinas.

Abogado, su destino y vocación, explica ahora su nieto, estaban en el campo. “Ahí tendría, en medio de las fatigas y de los gozos propios del trabajo compartido con más de cien trabajadores, sus mujeres e hijos, una tierra fertilísima que abonar con la práctica diaria de sus convicciones y de su creatividad emprendedora, llevando innovación a la industria y progreso a cada una de las familias que vivían y trabajan en esas tierras”.

Pero a los 68 años, en 1971, a pesar de toda una vida de trabajo, tendría que salir despojado y de noche cuando por orden superior su predio sería invadido. No alcanzó a llegar a Santiago. El infarto se le produjo a los pocos kilómetros de Nilahue. El autor escribe: “Jorge había muerto de pena”.

El Mercurio tituló: Dramático fin de un desalojo. Murió agricultor Jorge Baraona. El nieto autor analiza el hecho bajo tres fundamentos: Error técnico, Error moral, Error jurídico. Esa noche, en que se le dieron apenas dos horas para salir del predio en que había vivido y trabajado por medio siglo “de los setenta y seis inquilinos, finalmente sesenta respaldaron a Jorge”.

En 1977 Jorge Baraona Urzúa, quien llevaba el nombre de su padre, inició un juicio contra el Fisco y basó su demanda en que “habiendo transcurrido seis años desde la toma de Nilahue, la causa legal de la expropiación se hallaba incumplida, pues no se habían hecho nuevos propietarios, lo que vulneraba el objeto preciso de la ley 16.640. En cambio Nilahue continuaba indiviso y a nombre de la CORA. Desde el punto de vista agrícola, además, Nilahue había sido abandonado”.

Escribe el autor que la Corte Suprema “resolvió finalmente, aplicando el principio de la equidad natural, restituir Nilahue a la sucesión de Jorge Baraona Puelma, dejando escritas en piedra y para siempre la arbitrariedad y la sinrazón de la expropiación”.

Este libro es sin duda un testimonio no solo fidedigno sino también muy cercano, porque su autor es un Baraona, aunque un Baraona que aún no nacía cuando su abuelo fue despojado de Nilahue.

 

 

Lillian Calm

Periodista

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