UN NUEVO CAPITULO DE LA NECROFILIA ARGENTINA

 

Lillian Calm escribe: “Serán los argentinos quienes juzguen la decisión de su mandatario: velar a Maradona en la Casa Rosada en plena pandemia. Hoy mi tema es otro: la necrofilia, ya que como desde hace años han apuntado muchos analistas, los muertos no mueren en Argentina, especialmente tratándose de los peronistas y, en menor medida, de los radicales”.

Ahora fue el turno de Maradona. No solo de su muerte sino de debates actualizados día a día sobre si exhuman o no exhuman su cuerpo para extraer una muestra -sería, al parecer, una nueva muestra- de ADN (habría razones de herencia). De él no voy a escribir por dos razones: porque no sé nada de fútbol y porque su vida, por lo poco que conozco de ella, me da una inmensa pena. Más bien, compasión.

Pero quiero volver a tratar un tema al que le he dedicado columnas anteriores y es esa obsesión por los muertos que domina desde hace décadas al pueblo argentino. O a algunos sectores del pueblo argentino… que quizás buscan réditos políticos exacerbando sentimientos. Escritores y comentaristas la han calificado lisa y llanamente de necrofilia.

Pero, ¿qué tenía Maradona de político? Mucho. Siempre estuvo cerca de gobernantes peronistas y sería, precisamente, un mandatario peronista el que le abrió las puertas de la Casa Rosada para que se montara su velatorio.

 

Serán los argentinos quienes juzguen la decisión de su mandatario: velar a Maradona en la Casa Rosada en plena pandemia. Hoy, como decía, mi tema es la necrofilia, ya que como desde hace años han apuntado muchos analistas, los muertos (al menos decenas) no mueren en Argentina, especialmente tratándose de los peronistas y, en menor medida, de los radicales. En todo caso me aseguran que entre las concentraciones más potentes también están las organizadas ante la tumba del dos veces presidente y militante de la Unión Cívica Radical Hipólito Yrigoyen, enterrado desde su deceso, en 1933, en el cementerio de la Recoleta.

Pero son, al parecer, más bien los peronistas quienes gozan de esa singular inmortalidad aquí en la Tierra. Para qué decir Evita (y no me estoy refiriendo a la fama que le ha dado el musical). Juan Domingo Perón tampoco ha muerto, si es que pueda decirse así. Y Kirchner ya fallecido estuvo detrás (por llamarlo de alguna manera) de la Presidencia de su viuda Cristina, que en tantos de sus discursos, especialmente en momentos de crisis, se refería a Néstor simplemente como a “él”.

Estos muertos se entrelazan: hasta en el velatorio de Kirchner se desplegaron lienzos con el nombre Evita, más actual que nunca a pesar de que su certificado de defunción fue extendido en 1952, es decir, hace mucho más de medio siglo.

No quiero ahondar en las peripecias que han sufrido los cadáveres de Evita y de Juan Domingo Perón porque sobre eso se ha escrito demasiado y hasta lo encuentro de mal gusto. Simplemente diré que embalsamar a Evita demoró casi un año y, luego, su cadáver desapareció durante otros dieciséis. Incluso según algunas fuentes, Tomás Eloy Martínez, autor de Santa Evita (considerada la novela argentina más traducida de todos los tiempos), habría excluido de su libro un párrafo en que sugería: “El cadáver de Evita es el primer desaparecido de la historia argentina”. Y al mismo escritor y periodista se le atribuye la frase “la necrofilia argentina es tan vieja como el ser nacional”.

Pero fue un medio ecuatoriano, el diario Hoy, el que en 1996 publicó un artículo sobre el tema titulado “La necrofilia argentina” en que afirmaba que “el extremo de la pesadumbre” se alcanzó al morir Evita, en 1952, “cuando más de setecientos mil dolientes aguardaron durante días enteros bajo la lluvia helada de Buenos Aires, para besar a la difunta por última vez. Aunque desde hace largas décadas los muertos son una de las armas de negociación política más eficaces y frecuentes en la Argentina, es en estos finales de siglo cuando esa costumbre ha llegado a su apogeo”.

Y curiosamente catorce días antes de la muerte de Néstor Kirchner (el 27 de octubre de 2010 en El Calafate), es decir, el 14 de octubre de ese año, el historiador Mario Gercek, sin duda con visión de futuro, daba una conferencia en el Gran Buenos Aires (en calle 25 de Mayo 881) titulada Los argentinos, la necrofilia histórica y la humanización de los próceres.

El velatorio de Néstor Kirchner -por primera vez en la historia se llevaba el catafalco de un ex mandatario a la Casa Rosada y no al Congreso- no se caracterizó por el recogimiento; fue más bien un mitin político en un escenario jalonado por un óleo del Che Guevara y una fotografía de Salvador Allende… con un agravante: el correveidile trasandino y las redes sociales plantearon que el féretro que siempre permaneció cerrado y ante el cual tantos desfilaron, estaba vacío y que el cadáver había permanecido en tierras del sur, ya que recibió sepultura en Río Gallegos.

Cuando Cristina Fernández de Kirchner era Presidenta, en un ala de la Casa Rosada y por unos catorce dólares, comenzaron a venderseCristinitas de trapo, de unos 30 centímetros de alto y por supuesto vestida de luto riguroso. También estaban a la venta, entre otros muñecos, un Néstor de trapo (por supuesto alado) y una Evita y unJuan Domingo Perón…

Pero eso no es todo: Cristina, al conmemorar los sesenta años de la muerte de Evita, con palabras inverosímiles, reveló que ella estaba de vuelta. Anunció:

“Como miembro de la generación que ayudó a que Perón retornara a la patria, quiero decir que luchamos por el retorno eterno de Eva…”. Y enfatizó que Eva “ha vuelto en la justicia, en la memoria, en la verdad que hemos puesto en la política de derechos humanos”.

Ante toda esta parafernalia, el funeral de Maradona y las posteriores disquisiciones que al día de hoy aún no terminan, no han sido sino un capítulo sumamente nimio en la historia trasandina.

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