La noticia, por supuesto, me interpela. Leo que en estas Navidades ha llegado en formato audio el clásico del autor Enrique Monasterio, El Belén que puso Dios.
Belén le dicen a nuestros pesebres en España y este libro viene a ser, como se lo ha definido, una contemplación del Nacimiento donde toda la creación —de la estrella al borrico— cumple su papel en el pesebre que Dios soñó desde mucho antes de la Creación. Valga esa repetición.
Ese libro, lo supe ahora, cumple treinta años desde su primera publicación y, a pesar de que siempre lo he sentido muy mío, me alegro al comprobar la magnitud de su difusión.
¿Por qué lo he sentido tan mío?
Simplemente porque cada Adviento, es decir, en las cuatro semanas de preparación para la Navidad, busco en mi librero ya sin siquiera proponérmelo, mi ejemplar de El Belén que puso Dios. Nunca he llegado a saber bien si es un libro para grandes o también con mucho para niños, pero la verdad es que ambos nos confundimos, quizás con la misma expectación, ante la espera de la venida y la llegada del Niño. De este Niño con mayúscula que es Dios.
Y ahí está, siempre en diciembre, esperándome a veces más oculto y a veces no, desde hace muchos años, entre tantos otros títulos tal vez incluso más selectos, pero que en época navideña al menos para mí parecen carecer de todo valor.
Ya al recomenzarlo (la edición que tengo es la novena) sus páginas van explicando lo que significa la fiesta grande que estamos viviendo y que tanto quisiéramos que la humanidad entera también viviera en su pleno significado.
Baste un párrafo:
La Navidad no es un aniversario, ni un recuerdo. Tampoco es un sentimiento. Es el día en que Dios pone un belén en cada alma. A nosotros solo nos pide que le reservemos un rincón limpio; que nos lavemos las orejas para oír el villancico de los ángeles en la Nochebuena; que nos quitemos la roña acumulada, acudiendo al estupendo detergente de la Penitencia (confesión): que abramos las ventanas y miremos al cielo por si pasaran de nuevo los Magos, que son de verdad, que existen, y vienen siguiendo la estrella de entonces, camino del mismo portal.
Solo me queda desearle a quien lea estas líneas una Feliz Navidad. Pero, además, sugerirle que nos asomemos a ese pesebre. De cada uno de nosotros depende lo que ahí podamos no solo ver, sino también contemplar.
Lillian Calm