No sé si empezar esta columna diciendo que esta semana Margaret Thatcher (el lunes 13) habría cumplido cien años… o que hace dos días se conmemoró el centenario del natalicio de la ex Primera Ministra británica Margaret Thatcher. Ambas alternativas son válidas.
Lo importante es que fue tal su impronta en el siglo XX que, creo, no es necesario explicar nada más. Quiero, sí, volver a algunos artículos anteriores en que me referí a ella. Uno, el primero, apareció en el semanario virtual Temas y Noticias; y el otro, tiempo después, en el diario El Mercurio.
Algunos párrafos de esta última y que y titulé Mrs. Thatcher:
Nunca, de verdad, he estado cerca de alguien tan de HIERRO como ella. De HIERRO puro. Vi por primera vez a Mrs. Margaret Thatcher en plena sesión de la Cámara de los Comunes en Londres. El abogado Miguel Schweitzer era el embajador de Chile ante el Reino Unido, y con su invitación y sus credenciales diplomáticas nos condujeron, como por un tubo, a asientos preferenciales.
A ratos se percibía desde la sala apenas un guirigay y, por momentos, eso sí menos recurrentes, llegaban a conmocionar la flema y el acento británicos.
De pronto un parlamentario opositor al gobierno conservador de la época se levantó de su asiento y le espetó a Mrs. Thatcher algo así como quiero hacerle tres preguntas a la Primera Ministra: primero, si está dispuesta a viajar sola conmigo a mi comarca y ver las malas condiciones en que se encuentran algunos de sus habitantes; segundo, si está dispuesta a conversar con ellos y a debatir soluciones a sus problemas; y, tercero, si después está dispuesta a pasar una noche a solas conmigo, en mi casa de campo situada en las cercanías de ese lugar.
A la Primera Ministra no se le movió ni un solo músculo. Impávida se puso de pie y respondió: A la primera pregunta, no; a la segunda pregunta, no; a la tercera pregunta, no; etcétera, no, y se sentó como si ni siquiera se le hubiera faltado el más mínimo de los respetos.
Es que era de HIERRO.
Luego, otro episodio: una década después concurrí a la única conferencia de prensa que Margaret Thatcher dio en Chile. Éramos pocos, pues se había invitado a un solo periodista por medio informativo, todos sentados ante una mesa rectangular, cada uno con un micrófono e identificaciones previamente controladas por la embajada de Su Majestad británica.
No faltaba, como es habitual en estos casos, un gran despliegue de seguridad. El encuentro fue, si mal no recuerdo, un domingo en la tarde en el entonces hotel Hyatt.
Ahí fue cuando se produjo un pequeño impasse. La periodista que estaba sentada a mi lado le hizo una pregunta. La Thatcher, al responder, me miró fijamente pues pensó que se la había hecho yo. Cuando llegó mi turno y encendí el micrófono, me dijo con sequedad:
-Usted ya preguntó.
Hasta Dennis, su marido, procuró convencerla de que era mi turno; de que hasta entonces yo había permanecido en silencio, pero ella no quiso reconocer su propio error y simplemente se enojó; le vino una especie de taima que la hizo contestar medio de malas no solo mi pregunta sino también las siguientes, formuladas ya en un clima de franca tensión.
¿Cuál fue mi pregunta, formulada en medio de su taima?
Para no caer en lo de siempre le recordé que su primera profesión era la Química y le pedí que, con esos conocimientos, nos explicara qué atributos le asignaba al hierro, metal con que ahora se la identificaba a ella. (Por algo era la Iron Lady).
La Thatcher se limitó a menospreciar la pregunta y a musitar que había dejado la Química (luego estudiaría Derecho) hacía ya mucho tiempo.
-La siguiente-, acotó categórica, cambiando de tema.
En esa oportunidad ella quiso demostrar que no estaba para sutilezas, como nunca lo estuvo.
Pero al terminar la conferencia de prensa parece que se le pasó la rabieta, y cuando algunos pocos, en un hecho inusual y dejando de lado toda neutralidad periodística, nos acercamos para que nos autografiara su libro sobre Los años de Downing Street (total, no nos íbamos a encontrar de nuevo con la mismísima Thatcher), parecía ya hasta acogedora.
Mi ejemplar sigue ahí en el librero pero no solo firmado por ella; también por Dennis, que, quizás para paliar el mal rato, sonriente estampó su rúbrica en un gesto inusitado. Yo diría que él era, al menos así me pareció esa tarde, su cable a tierra en los afanes de la vida diaria.
La Thatcher no descendía a las menudencias, como una conferencia de prensa. Estaba para que los británicos triunfaran en las Malvinas (las Falkland, para ellos) o para adelantarse, no sé si en forma visionaria, a los vaivenes que el euro podía entrañar para Europa, y evitar que su país adoptara una moneda que, quizás, podía irse a pique.
Agrego otro episodio. En esa misma visita me encargaron reportear el viaje de la Thatcher al balneario de Zapallar. Ahí autoridades y unos pocos periodistas nos reunimos en la cancha de fútbol (pura tierra, aunque me dicen que ahora hay pasto) acondicionada para que aterrizara el helicóptero. Entretanto, un Land Rover blanco (lo estoy viendo) la esperaba y un chofer le sacaba lustre al automóvil cada cinco minutos para que reluciera como nunca.
Por fin avizoramos en el cielo la aproximación de la Dama de Hierro. El aparato se posó en la cancha y el tierral que se levantó cubrió no solo el Land Rover sino a todos los que la esperábamos. No había cómo sacudirse. Ella bajó airosa y expectante. Le dijo a la alcaldesa de la época, mi amiga Paulina Ruiz-Tagle, donde yo estaba alojada, que la perdonara, pero primero quería saludar a la gente que se encontraba en las tribunas, porque habían esperado mucho ya que ella había llegado con ¡cinco! minutos de atraso. Regresó luego para recibir, sonriente, como si nada, un entierrado ramo de flores de manos de una no menos entierrada alcaldesa.
Lillian Calm