SOBRE INEFABLES VIAJES EN TREN

 

SOBRE INEFABLES

VIAJES EN TREN

Lillian Calm escribe: “Por asociación de ideas recordé no solo la época de oro de nuestros ferrocarriles, sino también un viaje en tren que hice (y por puro espíritu periodístico), a fines de 1985. Había ido a reportear una reunión de cancilleres en el hotel del Valle Azapa: ahí se encontraron por Chile, Jaime del Valle y, por Perú, Allan Wagner. Este último había llegado y regresado en el Ferrocarril Tacna-Arica”.

Me impongo horrorizada de que el viaje inaugural (turístico y patrimonial) del tren Santiago-Temuco, el primero tras siete años de parálisis, descarriló cerca de Mininco, Araucanía. ¿Los pasajeros? En su mayoría de la tercera edad. Luego oí por la radio las declaraciones de un alto ejecutivo de la empresa de Ferrocarriles: los pasajeros finalmente, tras pasar horas de frío y tener que ser escoltados por militares para no ser esquilmados, llegaron a Temuco “sin novedad”. ¿Qué otra novedad quería? Siempre he pensado que ese “sin novedad” es el más tonto e insulso de todos los lugares comunes.

Pero ese no es mi tema.

Por asociación de ideas recordé no solo la época de oro de nuestros ferrocarriles, sino también un viaje en tren que hice (y por puro espíritu periodístico), a fines de 1985.

Había ido a reportear una reunión de cancilleres en el hotel del Valle Azapa: ahí se encontraron por Chile, Jaime del Valle y, por Perú, Allan Wagner. Este último había llegado y regresado en el Ferrocarril Tacna-Arica (propiedad del Estado del Perú).

Encontré que el tren era materia de un reportaje en sí y me decidí a hacer el recorrido.

Cuando el entonces cónsul de Chile en Tacna supo que yo iría a la ciudad peruana me ofreció llevarme en su Mercedes Benz. Le agradecí mucho, pero ante su sorpresa le expliqué que tomaría el histórico tren.

Ese ferrocarril era, es, uno de los más antiguos de Sudamérica (claro que ahora sé que luce remozado, tras unos años de suspensión). Era tan antiguo como el que corría de Lima al Callao o el que unió Caldera y Copiapó. Ya entonces tenía una valor solo simbólico pues se solía viajar por carretera, ya fuera en automóvil o en colectivos.

El jefe de estación, el peruano Manuel Zavalaga, me explicó que los sesenta kilómetros se recorrían en una hora (según mi experiencia, para ser exacta, en una hora diez minutos), me habló de las características de ese vagón solitario sin acoplado que disponía de su propio motor a petróleo Diesel y me reconoció que los viajes de itinerario habían sido suspendidos el día en que el entonces canciller Wagner viajó a Arica y luego en el que regresó.

Subí al tren y me acomodé en un asiento de espaldas a Tacna. Poco a poco iban instalándose mis compañeros de viaje, casi todas mujeres que me miraban con recelo. Eran peruanas y chilenas, en una hermandad o sociedad que dejaban pálidas las conversaciones de cancilleres. El proceso de integración era notorio y casi todas (por si acaso no digo todas) se dedicaban al matute o contrabando. Eso yo lo había oído sotto voce. Por eso quizás lo que más me llamó la atención fue el descaro con que lo ejercían.

Unas con otras, chilenas y peruanas, peruanas y chilenas, se repartían la mercadería para llegar a destino con lapiceras, calculadoras, pilas, muñecas, radios…

Traté de entablar conversación con ellas (eran otros tiempos), pero recelosas me respondían con monosílabos. Una, sin embargo, se atrevió a dirigirme la palabra:

-Mamita, ¿me puede llevar en su carterita unas piececitas? ¿Una sola? Son chiquitas.

Ante mi negativa, prefirieron ignorarme durante todo el trayecto restante.

Se suponía que íbamos a partir a las doce y media.

Pero no estábamos en Alemania. Los minutos iban transcurriendo en mi reloj: un cuarto para la una, diez para la una… Solo entonces concluyó la revisión de Policía Internacional y Aduana… pasajero por pasajero, bulto por bulto.

Sonó un pitazo y la campana, y el tren comenzó a moverse, al mismo tiempo que se reanudaba la conversación de los pasajeros.

-Yola, por carretera no te puedes venir, salvo que traigas poquito.

-Myriam, llévame estas bolsas.

-Carlitos, tú llevas estos paquetes.

Me levanté del asiento para captar algo de la vista. Allá imponente iba quedando el Morro. A nuestra derecha, el mar; a la izquierda, el desierto.

De pronto mi vecina empezó a desempacar cajas, se desabotonó la falda, se la levantó, y calculadoras japonesas con llamativos folletos y elegantes estuches fueron desapareciendo en medio de su ropa, como si se tratara  de una prestidigitadora. Yo observaba ya fijamente y sin pudor cómo una pieza tras otra seguían sumándose a las anteriores, hasta que tomó la fisonomía de una embarazada. La pasajera del frente, en tanto, abrió otra caja, esta con muñecas. Alcancé a leer: “Crawling Donna, battery operated” (se especificaban nada menos que 23 sets).

-Estas son las tuyas.

Ahora yo era testigo de cómo una mujer mayor le enseñaba a otra más joven a hacer desaparecer la mercadería en su propia ropa.

El tren se detuvo en la estación Auspicios, según se decían unas a otras (Hospicio, seguramente). No me di cuenta en qué momento pasamos la Línea de la Concordia. Estaba concentrada en la desaparición de las muñecas entre la ropa de mi vecina. O en cómo desaparecían las calculadoras.

-¿Qué imagen es esa? - pregunté al divisar una gruta.

Una me respondió segura:

-Es la Virgen de Santa Rosa de Lima ( sic).

Pero mis impresiones aún no terminaban. Al ir llegando a Tacna, antes de que el tren entrara a la estación, los pasajeros empezaron a abrir las ventanas y a lanzar bultos al exterior que eran alcanzados en el aire, como por arte de magia, por quienes supongo que eran unos socios fiables que esperaban en tierra para concluir la faena.

Los pasajeros se empezaron a poner de pie, sin preocuparse de las cajas de mercadería vacías que iban dejando en casi todos los asientos.

Una voz de alarma advirtió:

-Cuidado: en la Aduana está de turno la señora Blanca. Revisa todo.

Y recomenzaron a readecuar carteras y escondites. Antes de ingresar a la Aduana revisé mi propia cartera para comprobar que nadie me hubiera colocado alguna calculadora o, quizás, una lapicerita.

La señora Blanca, implacable, revisó a la pasajera que me precedía. A mí ni siquiera me miró: me hizo pasar rápidamente y se dispuso a revisar rigurosamente a la que me seguía, aunque oí que esta la saludaba con gran cordialidad:

-¿Cómo está usted, señora Blanquita?

Para mí ese viaje en el ferrocarril fue mucho más periodístico que la cumbre de Cancilleres, en que para variar se llegó escasamente a muy poco. Y si no, a casi nada.

No puedo dejar de pensar, además, que la delincuencia de aquellos años se asemejaba, a ojos de hoy, quizás a un inocente y apenas lucrativo juego infantil.

 

Lillian Calm

Periodista

23-05-2024

 

 BLOG: www.lilliancalm.com

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