EL ADIÓS A BENEDICTO

 

Lillian Calm escribe: “Hoy quisiéramos dar ese sollozo inconsolable, dolido, que dio de niño quien llegaría a ser Papa y, también, uno de los grandes pensadores de nuestra época… al no encontrar el osito Teddy”.

Hace, precisamente, dos años el tema de una de mis columnas fue el Papa Ratzinger. Era la Navidad de 2020 y me centré en un niño feliz, el menor de tres hermanos, que vivía en Marktl, municipio de la Alta Baviera, Alemania. Era feliz, pero enfermizo, lo que hizo que la familia se preocupara especialmente de él.

Contaba en esa columna que los dos hermanos solían ayudar al pequeñísimo Joseph a cruzar la calle para contemplar los juguetes de una vitrina casi mágica que, como se acercaba la Navidad, se engalanaba de dorados y de abetos.

Pero sin lugar a dudas lo que más fascinaba al niño Joseph era contemplar un osito que asomaba entre otros juguetes. Era de peluche y se veía amigable, muy amigable… hasta que un día una señora de la tienda Lechner salió a la calle e hizo pasar a los tres hermanos e, incluso, les reveló el nombre del oso: se llamaba Teddy. Los tres lo contemplaban fascinados, pero cuánto le habría gustado al pequeño Joseph tomarlo en sus brazos.

Quien narra esa escena es Georg Ratzinger en su libro Mi hermano, el Papa y se detiene en este episodio que marcó la infancia de su hermano menor:

“Y llegó la Navidad, con el reparto de regalos”.

Joseph entró a la sala y su felicidad fue inmensa. Entre los regalos destinados a los niños, en un lugar reservado para él, estaba Teddy, el osito de peluche.

Escribe Georg Ratzinger: “El Niño Jesús se lo había traído. Este hecho le deparó la alegría más grande de su niñez”.

No sabemos si, al leer estas líneas, él estará todavía aquí… o Allá, pero al parecer estamos, sí, en la despedida del gran Papa Benedicto XVI y, para unirme a ella, me detendré en las palabras de una de sus tantas audiencias generales, el día de los difuntos de 2011.

 

“… aunque la muerte sea con frecuencia un tema casi prohibido en nuestra sociedad, y continuamente se intenta quitar de nuestra mente el solo pensamiento de la muerte, esta nos concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de toda época y de todo lugar. Ante este misterio todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, un signo que nos proporcione consolación, que abra algún horizonte, que ofrezca también un futuro. El camino de la muerte, en realidad, es una senda de esperanza…”.

Y más adelante:

“Con renovada claridad vuelven a la mente las palabras del Maestro: ‘No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar’ ( Jn 14, 1-2). Dios se manifestó verdaderamente, se hizo accesible, amó tanto al mundo ‘que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna’ ( Jn 3, 16), y en el supremo acto de amor de la cruz, sumergiéndose en el abismo de la muerte, la venció, resucitó y nos abrió también a nosotros las puertas de la eternidad. Cristo nos sostiene a través de la noche de la muerte que él mismo cruzó; él es el Buen Pastor, a cuya guía nos podemos confiar sin ningún miedo, porque él conoce bien el camino, incluso a través de la oscuridad”.

 

Hoy quisiéramos dar ese sollozo inconsolable, dolido, que dio de niño quien llegaría a ser Papa y, también, uno de los grandes pensadores de nuestra época… al no encontrar el osito Teddy.

El cuándo es cuando Dios quiera, pero lo que sí sabemos con certeza es que el mundo sin Ratzinger, sin Benedicto XVI… ya no será el mismo mundo.

 

Lillian Calm

Periodista

 

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