LOS PINTORES INGENUOS (NAÍFS) ENCUENTRAN AUTOR

 

Lillian Calm escribe: “Hurgué en almanaques, enciclopedias, hasta en Google, ¡donde pude!, en busca de antologías de arte ingenuo universal. El resultado fue pobre, muy pobre, y ese es uno de los grandes méritos de esta obra, breve en páginas pero magna en contenido que hoy nos entrega Waldemar Sommer”.

Esta columna estuvo a punto de ser una simple página en blanco. Un blanco virtual, claro está, pero llegué prácticamente a lo que los periodistas llamamos hora de cierre (cuando ya no se puede agregar ni una mísera coma) sin haber escrito un tema para esta semana. Estaba en otra… como se dice ahora.

La culpa la tuvo Waldemar Sommer, el gran crítico de arte de El Mercurio desde 1976, quien tuvo una idea peregrina: que junto al editor de Artes y Letras y Cultura de ese diario, Daniel Swinburn, yo le presentara su libro más reciente, Ingenuidad y creación, sobre arte ingenuo. ¿Dónde? En el Instituto Cultural de Las Condes. Ahí se exhibe una exposición sobre el tema… que ¡hay que ver!

En un mail, el autor me conminó: “No me diga que no sabe nada de arte; su buen gusto y seso aseguran el éxito. Con mi mejor saludo esperanzado…”. Lo llamé de inmediato y le asesté un “rotundamente no”. Si bien he seguido a algunos artistas ingenuos, nunca había presentado un libro. Yo soy por escrito. Como le señalé, lo del buen gusto es aleatorio y del seso, ya va quedando poco.

Fui categórica pero ante mi perplejidad, ante mis sólidos argumentos, Waldemar Sommer me agradeció enormemente

que aceptara presentar su libro. A las pocas horas recibí un ejemplar con el sello de Ediciones Universidad Católica.

Para comenzar a hablar de arte ingenuo primero busqué el vocablo ingenuidad (cualidad de ingenuo), porque para mí la Real Academia Española no solo dicta cátedra sino que nunca he dejado de consultarla… a diferencia de tantos.

Busqué ingenuo:

  1. acepción :Candoroso, sin doblez. 
  2. fem. Personaje de teatro que corresponde a una mujer joven e 
    ingenua.

Pensé: espécimen, este último, cada vez más difícil de encontrar… aunque hay pintores que no solo han sido ingenuos en sus obras sino también en sus vidas: Juana Lecaros, por ejemplo, a quien yo creía absolutamente ingenua hasta que leí lo que Waldemar Sommer escribe sobre ella y el gallo. Al decir gallo no me refiero a ese hombre que anda por ahí, sino al ave macho.

Siguiendo con esta pintora ingenua, Juana Lecaros, tengo el gran plus de ser muy amiga de dos sobrinas suyas, una evidentemente más locuaz que la otra, y he ido oyendo durante mi vida anécdotas suyas que nos aproximan en forma asombrosa al ente, al ser ingenuo. Y, diríamos, al artista ingenuo.

El autor describe: “Su visión candorosa e individualista del mundo los impermeabiliza. El gozo de volcar sobre la tela la visión inmediata les resulta demasiado urgente. Y, para llevarlo a cabo, les basta el propio instinto”.

Me quiero concentrar, por ejemplo, en algo del propio instinto de doña Juana Lecaros, la tía Juanita para mis amigas:

una de ellas tenía una de sus obras. Representaba un catre con una colcha blanca de las antiguas y entre los flecos campeaba una bacinica. Un día la propia tía Juanita, que de por sí no vislumbraba ingenuidad alguna en sus pinturas, decidió remozar el famoso cuadro y se lo pidió a la sobrina. Finalmente, tras largo tiempo, este le llegó de vuelta a la propietaria pero para horror de ella y de todos, porque esa era la gran gracia del cuadro, la bacinica había desaparecido. Estaban solo los flecos. ¿Es que en ese lapso Juana Lecaros se había vuelto menos ingenua?

Y otra anécdota de Juana Lecaros que nada tiene que ver con gallos ni bacinicas, pero mucho con ingenuidad: una sobrina recién casada (hermana de una de mis amigas), la convidó a almorzar. Se esmeró como nunca en el menú y en una época en que los locos eran incluso más caros que ahora, le tenía de almuerzo… locos. Llegó la tía Juanita y solo comentó: “Así me gusta que me reciban: sencillito”. La frase quedó inmortalizada en el vocablo pretérito y actual de generaciones de Lecaros. Esa era la tía Juanita: sin doblez, como dice la definición de la Academia.

A mí modo de ver (aunque desde mi perspectiva rasante), una de las mejores pinturas que aparecen en el libro pertenece a otra chilena: Dorila Guevara de Braun. Nunca la conocí. Nunca estuve en su taller, pero desde muy joven, siempre que pasaba por la Costanera (antes la única Costanera de Santiago y ahora la Costanera Andrés Bello, para diferenciarla de las otras) miraba embelesada su pajarera. Ella y su pajarera están entre las elecciones de Waldemar Sommer.

Me llamó también la atención encontrarme con una interesante obra de Alberto Jerez, y no sé si tanto por la obra misma sino porque lo entrevisté muchísimo cuando fue parlamentario. Sabía que luego se dedicó a la pintura, pero lo estoy viendo más que con el pincel, haciendo gala de verborrea en la Cámara de Diputados.

Luego me referí a los pintores ingenuos más allá de las fronteras de Chile. La fama de prácticamente todos ha traspasado sus propios países. Están, por ejemplo, las obras del francés Henri Rousseau o de Grandma Moses, de Estados Unidos. Esta última, su nombre era Anna Mary Robertson, tuvo diez hijos (cuando para algunos era y es mal mirado que las mujeres no regulen su natalidad) y murió a los 101 años. En su último año de vida pintó 25 obras (cuando los viejos suelen ser considerados artículos de desecho).

Pero decidí detenerme más extensamente en una sola artista extranjera y me fui de bruces, sin pensarlo dos veces, a la página 64 del libro de Waldemar Sommer, en la que aparece María Prymachenko, de Ucrania (1908-1997). Reconozco que más que por intuición artística lo hice por una inexplicable o explicable reacción, sin saber con qué me iba a encontrar. El temor solo se me disipó cuando me enfrenté a una de las más preciosas pinturas ingenuas que aparecen en este libro. A pesar de su colorido casi latinoamericano procede de una tierra para nosotros cada vez menos lejana, pero dolorida y a la vez heroica.

Aprendo que los ucranianos como ella triunfan internacionalmente, pero a pesar de ello nunca abandonan no solo su país sino su pueblo natal. Leo a través del autor sobre María Prymachenko:

“Sus acuarelas de aire textil unifican estrechamente, con espontaneidad muy personal, imágenes provenientes del arte popular, de leyendas antiguas y de la mitología eslava”.

Desgraciadamente demasiadas de estas obra ya no existen. Diferentes fuentes informan que el Museo de Ivankiv ha sido quemado por las fuerzas rusas. Situado a unos ochenta kilómetros de Kiev, albergaba obras de diferentes artistas ucranianos, incluidas veinticinco pinturas de Maria Prymachenko. No obstante una bisnieta de la artista le relató agradecida a una periodista del Sunday Times cómo un hombre, un ucraniano cualquiera amante de las artes, decidió desafiar las llamas, entró al museo y salvó algo de las obras de su bisabuela. Ese es el relato de Anastasiia Prymachenko.                                                                                                                        Una consideración final: hurgué en almanaques, enciclopedias, hasta en Google, ¡donde pude!, en busca de antologías de arte ingenuo universal. El resultado fue pobre, muy pobre, y ese es uno de los grandes méritos de esta obra, breve en páginas pero magna en contenido que hoy nos entrega Waldemar Sommer. Debo confesar que en la búsqueda de ese libro -que superara o al menos se asemejara al que presentamos- simplemente fui yo la que pequé de ingenua. Tengo que reconocer que ese libro que le hiciera el peso a este, a Ingenuidad y Creación, simplemente no existe.

 

 

Lillian Calm

Periodista

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