LA SORPRENDENTE REVISTA TIME

Lillian Calm escribe: “Miro con una mezcla de simpatía pero a la vez recelo determinadas actitudes estadounidenses. Incluso llego a pensar que por muy brillantes que sean ( y los hay muy brillantes), no entienden nada de nada. O, tal vez, muy poco de todo. Al menos para mí la revista Time es la esencia misma del ser yanqui (si es que persiste un ser yanqui a estas alturas), y lo yanqui siempre me ha producido apreciaciones encontradas”.

  

Y una vez más… me sorprendió la revista Time. Esta vez al elegir a Elisa Loncón entre las cien personas más influyentes del planeta (the world`s most influential people 2021), junto a Joe Biden, Xi Jinping, a Harry y Meghan, y a otros catalogados como los más influyentes del año. Pero ella, la Loncón, a diferencia del resto, aparece destacada en la portada. 

Sin embargo lo que más me sorprende es que me haya sorprendido, porque desde siempre he sido incapaz de comprender con qué vara miden los estadounidenses al resto de la humanidad.

Quizás por eso miro con una mezcla de simpatía pero a la vez recelo determinadas actitudes estadounidenses. Incluso llego a pensar que por muy brillantes que sean ( y los hay muy brillantes), no entienden nada de nada. O, tal vez, muy poco de todo.

Al menos para mí la revista Time es la esencia misma del ser yanqui (si es que persiste un ser yanqui a estas alturas), y lo yanqui siempre me ha producido apreciaciones encontradas.

Así nunca entendí el yanqui go home, durante décadas el grito de guerra menos original ideado por el comunismo; sin embargo reconozco que a pesar de todo lo que puedan tener de admirable, comprenden muy poco lo que sucede en el mapa que se extiende desde México hacia el sur. O, seamos benévolos, de Nicaragua hacia el sur. Es como si no les interesara mirar lo que hay más allá (o más acá), por no decir que lo ignoran.

Recordemos que en enero próximo la embajada de Washington en Santiago se encontrará acéfala desde ya van a ser tres años. ¿Qué tanto pueden saber de Chile en la Casa Blanca, por mucho que el bunker de avenida Costanera esté atestado de funcionarios menores atiborrados de credenciales? Un embajador, lo comprendamos o no, suele cumplir un papel irreemplazable en diplomacia.

Curioso, pero al leer la última edición de la revista Time recordé una serie de anécdotas inentendibles que guardo en algunos compartimentos de mi cabeza.

Así, recuerdo que cuando el Departamento de Estado me invitó con periodistas de otras naciones a una inolvidable gira de esas  llamadas coast to coast (desde Nueva York a California), una de las preguntas más inteligentes que me hicieron al interesarse por Chile fue cuántos centímetros cúbicos tenía el Mapocho. Aún no les puedo contestar. 

En otra oportunidad, en 1976, viajé a Estados Unidos a reportear el bicentenario de la Declaración de la Independencia y me pareció encontrar un país de niños chicos que jugaban a las conmemoraciones de los grandes. Es su estilo y no los juzgo, sino que hasta les tengo cierta envidia. Quizás algo de eso le haría falta a nuestra parquedad, sobre todo cuando hay nacidos en esta tierra que hasta quieren hacer borrón y cuenta nueva de nuestra república. 

La que viví en 1976 no fue una celebración del Bicentenario meramente histórico-cívica-patriótica. (Baicentiiinial, se pronunciaba, con las iii bien arrastradas). Hasta las hamburguesas en Estados Unidos eran presentadas con banderitas tricolores donde se leía Bicentennial. El “spirit” de esa fiesta se desbordó de las reparticiones públicas para invadir hogares y hasta lo más cotidiano de las costumbres. 

Las mujeres se vestían de banderas (eso sí de manga corta, porque julio es caluroso), y los hombres lucían corbatas de fondo azul con la campana de la Libertad o el tintero que acompañó la firma del Acta, estampados; novios regalaban anillos con los 200 años grabados… En una palabra, el kitsch (arte del mal gusto) dominó el comercio y, por supuesto, a los consumidores. Había mucho de baratillo y una que otra seudo joya, como hallazgos bibliográficos o una réplica del tintero de la Independencia en plata ofrecida por la joyería J.E. Caldwell Co. de Filadelfia, en la suma de 995 dólares.

Y no faltó quien ofreciera pedazos de vereda (“sea propietario de un pedazo de la antigua Filadelfia”), en tanto vajillas alusivas apelaban al estadounidense con la tentadora frase: “Lleve a casa un trozo de la historia patria”. Hasta los rollos fotográficos (porque en la antigüedad usábamos rollos para sacar fotografías) sugerían: “Para sus requerimientos en las fiestas del Bicentenario”.
En ese Bicentenario también se celebró el centenario del centenario, conmemorado en 1876 cuando aún no imperaba el kitsch en Estados Unidos, aunque también se fabricaron algunos objetos alusivos que se reprodujeron en 1976.

No sé por qué se me viene a la mente otro episodio bochornoso. Este lo viví dentro del bunker de avenida Costanera (que por lo demás ahora por fin esperaría la llegada, previa aprobación del Congreso, de una embajadora ya nominada). Fui a entrevistar a una especie de importantísima generala mujer de la Fuerza Aérea de ese país, que ya ni tengo idea ni cómo se llamaba ni por qué estaba en Chile. Eso sí, lucía un uniforme impresionante, plagado de estrellas, condecoraciones y entorchados. Al terminar me entregó un paquete de regalo, con cinta y todo.

Soy del grupo de periodistas al que le cargan los regalos de los entrevistados, pero por educación tuve que salir paquete en mano. Me imaginé que llevaba una piocha de su institución o, tal vez, una medalla, y cuando a toda velocidad, como es la costumbre antes de la hora de cierre, terminé de redactar la entrevista, por curiosidad abrí el regalo sin dejar de sentirme algo sobornada. Respiré aliviada. Alguien se había olvidado de colocar el valioso contenido en la caja que estaba absolutamente vacía, aunque había sido empaquetada dentro de las máximas seguridades de esa resguardada misión diplomática. 

Todos estos recuerdos me hacen evocar a un personaje de ficción que siempre me lleva a sonreír: Sillie Utternut, una gringa que vino a reportear a Chile desde Estados Unidos, cuyo nombre se traduce al castellano como tonta de remate, y que fue fruto de la imaginación de dos grandes escritores chilenos: Guillermo Blanco y Carlos Ruiz-Tagle.

Pero, ¿a qué se deben todas estas anécdotas sueltas que he recogido en esta columna?  Ya recuerdo. A la última edición de la revista Time.

Lillian Calm

Periodista



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