LA MANO ENGUANTADA

 

Lillian Calm escribe: “Esa mano pertenecería a un ser tan influyente como maquiavélico que, durante todo este tiempo, ha determinado que los aforos de las iglesias sean absolutamente míseros, a diferencia de lo que sucede en ferias, supermercados, aeropuertos, y filas para todo: por el diez por ciento si no les funciona Internet, para rescatar seguros de cesantía y, por supuesto, para una jornada electoral a cuatro bandas y de dos días”.

Parece, La mano enguantada, el título de una de esas novelas policiales baratas que permanecen apiladas por décadas en algún librero; agreguemos, con polvo y una que otra telaraña. Pero no. Desgraciadamente aquí no se trata de ficción. La mano enguantada, según me aseguran, pertenece a alguien que desde un altísimo cargo gubernativo, no el más alto, está cercenando la libertad de culto en Chile.

Sí. Fuentes bien informadas me revelaron: “Hay una mano enguantada en el Gobierno”.

Esa mano pertenecería a un ser tan influyente como maquiavélico que, durante todo este tiempo, ha determinado que los aforos de las iglesias sean absolutamente míseros, a diferencia de lo que sucede en ferias, supermercados, malls, aeropuertos, y filas para todo: por el retiro de alguno de los “diez por ciento” si no les funciona Internet, para rescatar seguros de cesantía y, por supuesto, para una jornada electoral a cuatro bandas y de dos días.

Quizás esos resultados electorales desviaron la atención de los aforos para el culto. Entretanto el NO de la mano enguantada sigue siendo NO. Y NO. Es un ensañarse contra la religión, como si se tratara de Voltaire… aunque revelan que el francés murió arrepentidísimo y, además, singularmente él se consideraba a sí mismo un paladín de la tolerancia.

Han transcurrido meses y ya Chile ha comenzado a abrirse paso a paso… menos las iglesias. Apenas un exiguo número de católicos tiene acceso presencial a misas y sacramentos. Quien no consigue cupo (el celebrante y el acólito ya ocupan dos) no tiene derecho a nada: ni a bautizarse, ni a confesarse, ni tampoco a recibir la comunión y ni siquiera a contraer matrimonio junto a sus más cercanos. Y si se muere, tiene que morirse muy en privado.

Ahora se abrió un mínimo la compuerta, siempre restringidísima: así en la víspera de las elecciones apareció en el Diario Oficial una modificación a una resolución existente del Ministerio de Salud. Míseramente se corrigió el aforo y si bien algo es algo, todo es, repito, muy mísero.

Horas antes de esa modificación leí una carta al director de El Mercurio firmada por la abogado María de los Ángeles Covarrubias, presidente de Ayuda a la Iglesia que sufre. Señaló:

“En Inglaterra y Alemania, el número de asistentes a ceremonias religiosas se calcula según las dimensiones del recinto. En México y Colombia cada obispo tiene la facultad de fijar el aforo, lo que se ha traducido en una utilización de alrededor del 30 % del tamaño de la iglesia. En España, las Comunidades Autónomas regionales determinan el aforo para eventos sociales, aplicándose el mismo aforo para las misas. El permitido actualmente es del 50% de la capacidad”.

Y más aún:

“La fundación Ayuda a la Iglesia que Sufre ACN lleva 74 años trabajando por los cristianos necesitados, discriminados y perseguidos a causa de su fe. En los diversos proyectos en 149 países, entre ellos Chile, constatamos una y otra vez la trascendencia de la fe en la vida de las personas, especialmente en la dificultad. Para los católicos el encuentro personal con Cristo es por esencia en el Sacramento de la Eucaristía…”.

Agregó:

“En circunstancias duras como las que estamos viviendo a causa de la pandemia, es importante fortalecer la vida espiritual y posibilitar la asistencia al rito vital de cada credo, con la debida prudencia. Nos parece que sería perfectamente compatible la prevención sanitaria con medidas lógicas como cantidad de fieles según los metros cuadrados de cada templo, como ha resultado muy bien en otros países y en los locales comerciales de nuestro país”.

Me alargué en la cita, pero pienso que valía la pena. Formamos parte, en Chile, de la Iglesia que sufre y pienso que la mano enguantada –eso sí sin darse cuenta- con ello, en cierto sentido, nos ha hecho mucho bien. Como los primeros cristianos hemos salido con velas a rezar afuera de las iglesias en los más diversos puntos del país. Porque necesitamos nuestras iglesias, nuestras misas presenciales y no solo placebos televisivos.

No perdemos las esperanzas.

El problema está en que las manos negras dejan huella, pero las enguantadas, como es el caso de la que hablamos, generalmente no.

 

Lillian Calm

Periodista

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