CHURCHILL CONFINADO

 

Lillian Calm escribe: “Nadie pensaba en fiestas ni carretes para distraerse. Nadie pretendía olvidar el peligro mortal que los acechaba. Churchill tampoco lloriqueó por estar confinado y en un bunker. O, más bien, en un incomodísimo subterráneo”.

“Sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” es la frase imperecedera de Churchill. Y la traigo a nuestros días.

Sí. Sangre, la que han derramado nuestros enfermos.

Esfuerzo, el que aún todos tenemos que desplegar.

Sudor, el que han transpirado nuestros ejércitos de blanco, tens, enfermeros y médicos, que no han logrado descansar en estos meses. Y algunos también han entregado la vida.

Lágrimas, las que hemos derramado todos al saber que tal o cual ya no está por culpa, a mi juicio, de una negligencia imperdonable de los chinos (aunque pienso que no ha sido adrede) al dejar descuidadamente propagar su letal virus también hacia Occidente. Hacia Chile.

Pero esa imprevisión ya no es culpa solamente de los chinos. Miremos lo que está sucediendo en tantos países y por supuesto en el nuestro. Es como si hubiera seres humanos que se propusieran, a pesar de las advertencias científicas, propagar y propagar el virus.

No hay sino que detenerse en esas fiestas (prefiero denominarlas con el vulgarismo de carretes) en que sus asistentes, desde Maipú hasta Zapallar, y hacia el norte y hacia el sur, protagonizan verdaderos desenfrenos en tiempos de pandemia. (Y puede leerse como desenfreno simplemente el no usar mascarillas ni respetar la distancia social).

Y se suman las reuniones no solo familiares en Navidad y Año Nuevo; las manifestaciones violentas en calles y plazas (que hay que respetar porque así está escrito en no sé qué documento sobre derechos humanos) y, más encima, una chorrera de elecciones por venir.

De pronto confinarse se ha vuelto una lacra, como si a veces las obligaciones fueran las que mandan.

Entiendo. En Chile hay muchísimas moradas minúsculas donde hacinados no caben todos los que son. Sin embargo todo esto me retrotrae (algunos pensarán que nada tiene que ver, pero a mí se me voló la imaginación hacia allá) a otra morada minúscula donde sin fuerza de voluntad no habrían cabido todos los que eran y, más encima, compartían un subterráneo.

Pero ahí se hizo historia, porque la historia siempre requiere de sacrificios. La morada a la que me refiero es ese conjunto de pasillos subterráneos desde donde el primer ministro de Inglaterra, Winston Churchill, dirigió las operaciones de la segunda guerra mundial y, más encima, logró la victoria.

No había Covid-19. La pandemia entonces era otra. Y ahí en ese lugar lúgubre se guareció en agosto de 1939, junto a Clementine, su mujer, y sus segundos: gabinete, estrategas militares, secretarios. ¿Serían más de un centenar de personas? En ese momento la nación vivía, según palabras del propio Churchill, “su hora más negra”.

Nadie pensaba en fiestas ni carretes para distraerse. Nadie pretendía olvidar el peligro mortal que los acechaba. Churchill tampoco lloriqueó por estar confinado y en un bunker. O, más bien, en un incomodísimo subterráneo.

Él buscaba permanecer a salvo de los bombardeos pero al mismo tiempo no abandonar el centro de Londres. No quería alejarse de Downing Street 10, su residencia oficial. Se pensó que ese lugar contaba con más protección por disponer de una cubierta de acero, pero con el tiempo se comprobó que no era tal. Además se temía una inundación, pues el habitáculo se encontraba bajo el nivel del Támesis.

Hacia 2005 se abrió al público ese enclave bajo el suelo que tuve la suerte de visitar no hace mucho. Antes de la pandemia, por supuesto.

Hoy se conoce como Churchill War Rooms (sus dependencias de guerra, en una traducción libre) y además ahí se ha montado un museo con objetos del estadista. Como dirían los británicos, ese lugar es un must turístico. Pero solo se tiene acceso a una parte y no a los 12.000 metros cuadrados de pasillos estrechos que se presume pueden albergar a casi seiscientas personas simultáneamente.

Ahí abajo todo es historia y muy bien explicada. No solo se conservan las indumentarias del hoy héroe británico, sino esos teléfonos que lo comunicaban con el Presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt; la sala de mapas, verdadero escenario de sus estrategias; el dormitorio donde invariablemente dormía siesta, y hasta esas vetustas máquinas de escribir, testigos de tantos documentos secretos, muchos de los cuales hoy están a la vista de los visitantes.

Ahí, reitero, se hizo historia.

No es que pretenda comparar. Jamás. Solo quisiera que nuestros jóvenes carreteros (no enjuicio a todos porque los hay de primera), también sepan confinarse y procuren evitar en un momento verdaderamente crucial para nuestro país y para el mundo, el contagio, la pandemia y… que al menos aparenten que algo les importa contribuir a matar a sus abuelos.

 

 

Lillian Calm

Periodista

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