SERGIO ONOFRE JARPA

 

Lillian Calm escribe: “Supo alejarse a tiempo de la vida pública de una vez y para siempre, y entonces viajó a refugiarse en su campo donde podía incluso vestir con sus queridos aperos de huaso. Amante genuino de Chile, de lo chileno, del campo, del caballo,  días después de su muerte me asomé a través de un video a su funeral en el Parque del Recuerdo. Aparecían poquísimas personas, según las normas debido a la pandemia; y se oía la voz de alguien que guitarra en mano entonaba una canción muy suya…”.

Lo recuerdo como si fuera hoy. Era la hora de almuerzo. Estábamos sentados alrededor de la larguísima mesa del comedor en la embajada de Chile en Argentina, ahí en la bonaerense calle Tagle. La conversación era distendida, a lo mejor artificialmente distendida ya que flotaba en el ambiente el peligro de una guerra.

De pronto apareció un secretario y se dirigió, nervioso, a quien hacía de cabecera. Le dijo algo al oído y el entonces embajador Sergio Onofre Jarpa, con gesto serio, dejó la servilleta sobre la mesa y pidió que lo disculpáramos algunos momentos.

Fueron instantes de tensión. ¿Qué ocurría?

Diez minutos más tarde el embajador reapareció en el comedor, con el ceño algo fruncido pero a la vez con una leve sonrisa. Se sentó a la mesa mientras todos, expectantes, le oíamos explicar:

-Era mi hermano Tote (el piloto Jorge Jarpa) para informarme desde Santiago lo que acaban de decir por la radio: que ha habido un ataque terrorista en la embajada de Chile en Argentina y hay un muerto que soy yo.

Quizás temiendo una interferencia telefónica en momentos de cuasi guerra, nos contó que la conversación había continuado más o menos así:

-¿Y estás bien? ¿Todos bien por allá?

-Sí. ¿Y cómo están ustedes.

Socarrón como era y con su especial sentido del humor, Jarpa nos dijo:

-Es decir, en este momento yo estoy muerto.

No sé si de puros nervios o para soltar el ambiente recuerdo que comenté en voz alta:

-A lo mejor nos morimos todos y vamos camino al Cielo.

El embajador fue el primero en soltar una gran carcajada.

Espero que hoy mi vaticinio se cumpla y si no nosotros, los que estábamos ahí, al menos Sergio Onofre Jarpa vaya camino al Cielo.

Lo entrevisté muchísimas veces, como presidente del Partido Nacional y de Renovación Nacional, como ministro del Interior, como senador, pero más que nada -dado que yo escribía mucho sobre la política exterior de Chile- cuando fue embajador en Bogotá y luego en Buenos Aires.

Debí reportear casi a diario la cuasi guerra con Argentina. Viajé a la zona austral y también a Roma donde entrevisté al representante del Papa en la mediación, el cardenal Antonio Samoré, pero más que nada continuamente atravesaba los Andes para tomarle el pulso a la situación. Fue ahí donde lo conocí mejor, donde lo vi ser respetado por moros y cristianos, donde lo vi actuar con patriotismo y firmeza, y a la vez con gran tino diplomático.

Por eso a horas de su muerte me llamó tanto la la atención, aunque lo debería haber previsto, comprobar que algunos parlamentarios lo denostaban de manera incluso hiperbólica, y no creo que por ignorancia o tontera sino por mero protagonismo.

Está claro que no lo conocieron.

Entonces busqué y busqué hasta encontrar un papel ya muy amarillento: la primera entrevista que le hice en octubre de 1970, es decir, en ese difícil interregno en que Allende ya era Presidente electo pero aún no asumía.

Le pregunté primero a qué atribuía la leyenda negra en torno a su nombre, ya que mientras algunos lo tildaban de “nazi” otros lo consideraban “el conspirador de la derecha”.

No se inmutó al responder:

-Esa leyenda la lanzó el Partido Comunista cuando fundamos el Partido Nacional. Trataron de hacerlo aparecer como una simple unificación de los antiguos sectores liberales y conservadores. Como ingresó mucha gente independiente y de ideas nacionalistas, a la cual no se le podía hacer el cargo -por lo demás injusto- de ser reaccionaria, lanzaron la consigna de que éramos nazis. La verdad es –continuó-, que somos nacionalistas y por lo tanto opuestos a toda influencia extranjerizante, sea esta de tipo germánico, soviético, norteamericano o de cualquier otra índole.

Él tenía una mirada siempre a largo plazo. En esos momentos cruciales acababa de asumir, por segunda vez, la presidencia del Partido Nacional y habían decidido adoptar “una línea de oposición constructiva”.

Me advirtió:

-Esperamos que el doctor Allende mantenga las libertades públicas y la vigencia del régimen democrático, sin perjuicio de que realice su programa de transformación económica y de desarrollo social.

Le pregunté si temía que se perdiera la libertad en Chile y me respondió:

-Tengo confianza en que el doctor Allende mantendrá su palabra y no se dejará supeditar por intentos totalitarios de ningún partido o grupo (…) Espero que haga un buen gobierno y que mantenga sin menoscabo sus propósitos de hacer en Chile una revolución chilena.

La historia demostró que los hechos no se darían así pero él, siempre positivo, fiel a su mirada de largo plazo, en enero de 1973, cuando el país hacía agua, publicó un libro que tituló “Creo en Chile”.

Por todo esto y por tanto me ha impresionado el menguado espacio que le han dedicado a su muerte, a los 99 años, algunos medios informativos.

Y qué decir de los paupérrimos homenajes oficiales. Cuando murió Gladys Marín, presidenta del partido Comunista,  el Gobierno decretó dos días de duelo oficial. Esta vez… casi nada, por un ex ministro del Interior que supo buscar consensos y por un embajador decisivo en la paz con Argentina. Por un político determinante en la transición de Chile y por el primer oficialista en reconocer el triunfo del “No” en el plebiscito. Es que, claro, no era el presidente del Partido Comunista.

Me pregunto: ¿tanto temor se le tiene a la izquierda?

Pero me parece que su sobria despedida en el Parque del Recuerdo fue la que a él habría elegido. Supo alejarse a tiempo de la vida pública de una vez y para siempre, y entonces viajó a refugiarse en su campo donde podía incluso vestir con sus queridos aperos de huaso.

Amante genuino de Chile, de lo chileno, del campo, del caballo,  días después de su muerte me asomé a través de un video a su funeral en el Parque del Recuerdo. Aparecían poquísimas personas, según las normas debido a la pandemia; y se oía la voz de alguien que guitarra en mano entonaba una canción muy suya: “En alas de una dicha, / mi caballo corrió / y en brazos de una pena, / él también me llevó. / Mi caballo, mi caballo, / galopando va. (…) Al taita Dios le pido / y El lo sabe muy bien, / si me llama a su lado, / en mi caballo iré…”. 
Pienso que en nuestra época hay algunos buenos políticos, demasiados politiqueros y muy pocos  estadistas, pero que uno de los que conocimos se fue con Sergio Onofre Jarpa.

 

 

Lillian Calm

Periodista

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