Por fin Juan Pablo logró comprarse un auto cero kilómetros. Por lo demás ya lleva bastantes años trabajando, los últimos como profesor en un colegio para niños vulnerables que se encuentra a unos cuantos kilómetros del centro de Santiago. Antes se iba en Metro, pero ahora… imposible. En su trayecto varias de las estaciones han sido incendiadas, y abren y cierran según sea la intensidad de los incesantes disturbios.
Recuerdo que una tarde me mostró el auto y, aunque me consta que él no es para nada materialista, no podía ocultar su cara de satisfacción. Por fin.
Eso fue en diciembre. En febrero los profesores comenzaron la actividad del año, pues debían prepararse y reunirse para recibir mejor a los alumnos. Un viernes, de regreso del colegio y hacia eso de las siete de la tarde (era un viernes, como todos los últimos viernes, es decir, uno de los tantos y temibles fridays for future según dictamen de la sueca Greta Thunberg), al acercarse a la esquina de Lira con Santa Isabel una cincuentena de encapuchados, hombres y mujeres (dice que por las voces eran más bien mocosos) lo rodearon y gritándole obscenidades y criticándole el que no anduviera en transporte público, le trataron de quitar el automóvil para incendiarlo, como ya estaban haciendo con una moto solo a metros de esa misma esquina.
El automóvil de más adelante también se vio encajonado pero aceleró. Juan Pablo venció la parálisis inicial y también aceleró, en el momento en que sentía cómo con un hachazo le rompían la ventana trasera, martillaban el portalón y un encapuchado, con medio cuerpo adentro, buceaba en el interior del automóvil.
Ese encapuchado se llevó como trofeo una mochila que contenía un computador y un libro para enseñar arte del siglo XX a los niños.
Sé que este es solo uno de tantos casos. Quizás un caso mínimo. Que los hay peores. Que Juan Pablo está bien, fuera de uno que otro corte en las manos. Pero, ¿y la autoridad?
¿Qué hacer?, me preguntó él tras ir a estampar la denuncia en la comisaría y activar el seguro.
No hay nada más que hacer, le contesté con un pesimismo que no es propio mío. Nada se saca ni siquiera con las denuncias en las comisarías ni con las famosas cartas al director.
Y le dije en voz alta lo que estaba pensando en ese momento:
-Estamos retrocediendo al África profunda: a los carabineros se los ha desprestigiado a mansalva hasta despojarlos de toda autoridad: antes se imponían por su sola presencia, y ahora se los insulta y apedrea sin que nadie, pero nadie, haga nada. En los organismos dedicados a los derechos humanos están rebalsados de trabajo preocupados de escudar a violentistas y encapuchados que, al parecer, para ellos son los únicos dignos de, precisamente, derechos humanos; entretanto en el Congreso, tras las vacaciones, deben estar jugando al cara o sello para nominar al próximo candidato oficialista en ser interpelado en una acusación constitucional; y en La Moneda seguramente elaboran un nuevo y sesudo paper sobre cómo dialogar mejor, mientras al chileno de a pie le conculcan todas sus prerrogativas.
Es decir, le di una explicación que, la verdad, jamás yo habría querido dar.
Lillian Calm
Periodista