UN POETA SIN TÍTULO NOBILIARIO

 

Lillian Calm escribe: “Retrocedo a diciembre de 1993. Entonces apareció publicada una de mis entrevistas más singulares: la que le hice al poeta Heberto Padilla. Singular por su circunstancia. Fue en el hotel Sheraton, donde yo esperaba quizás que apareciera un cubano de guayabera, extravertido y tropical. Pero en el lobby se me presentó el disidente de chaqueta y corbata azul marino…”.

Hace menos de una semana leí un título del diario La Vanguardia Española que sigo sopesando: “Cuba condena a 127 personas a 1.916 años de cárcel por protestar contra el Gobierno el 11-J” (léase julio del año pasado).

Me temo que estamos tan imbuidos en el acontecer nacional que ya casi no miramos hacia fuera… salvo Ucrania, claro está.

En un santiamén volé con la mente a una entrevista, curiosa por decir lo menos, que le hice al disidente Heberto Padilla, originario de esa isla caribeña. Es importante recordarla en estos días.

Pero antes, una breve presentación: Heberto Padilla (1932 – 2000) fue un poeta y catedrático cubano que si bien simpatizó con el régimen castrista, fue encarcelado por subversivo. Un revuelo del intelecto mundial logró excarcelarlo: desde Sartre hasta Cortázar abogaron por su libertad. Se radicaría en Estados Unidos donde se desempeñó como académico en Princeton y otros establecimientos educacionales.

El régimen castrista (ahora sin los Castro, pero no menos castrista) sofocó a mediados del año pasado otro capítulo de ansias libertarias. Y ahora se da a conocer la condena.

¿Qué habría dicho hoy Heberto Padilla, uno de los intelectuales más destacados que ha tenido la isla?

Retrocedo a diciembre de 1993. Entonces apareció publicada una de mis entrevistas más singulares: la que le hice al poeta Heberto Padilla. Singular por su circunstancia. Fue en el hotel Sheraton, donde yo esperaba quizás que apareciera un cubano de guayabera, extravertido y tropical.

Pero en el lobby se me presentó el disidente de chaqueta y corbata azul marino, impecable camisa blanca y anteojos circundados por un marco que codiciaría el más formal de los intelectuales.

Por eso mi primera pregunta fue: “¿Así se visten los académicos de Princeton?”, y su primera respuesta “No, pero soy un hombre que está de visita en Chile, donde dicen que hay que ser formal… aunque uno puede estar vestido de cowboy y ser un melancólico amante de la literatura del siglo XVIII”.

Y si considero que ese encuentro -a escasos minutos de aterrizar desde Princeton- fue singular, ello no solo se debió a sus respuestas, inteligentes y reveladoras, sino a una circunstancia muy especial que nunca supe si fue real o creada por su imaginación.

Era la primera entrevista que concedía en Chile, aún bajo los efectos de las muchas horas de vuelo. Nos sentamos al mismo tiempo que lo hizo, en una mesa vecina, un hombre cuarentón con cara de gringo que nos fijó la vista.

Leo en ese recorte de diario a donde traspasé el momento: “Heberto Padilla se inquieta y se vuelve para mirarlo. Y, mudo, el hombre sigue observando con la vista fija, casi con intrusidad, sin inmutarse. ¿Coincidencia?”.

Lo tranquilicé sin estar muy convencida con un “aquí no suelen pasar esas cosas”.

Hora y media duró la entrevista que luego transcribí, escribí y terminé así: “Nos levantamos. El hombre que nos miró fijo durante casi hora y media dejó la mesa vecina hará apenas un cuarto de hora. Heberto Padilla alude, en francés, al intruso. Reiteramos que puede haberse tratado de una mera coincidencia. Insiste: ‘No sé. Hay gente a la que le interesa todo lo que yo puedo decir en el aspecto político. Ya tienen que saber que he venido a Chile a hablar de Cuba. No sé’”.

Puede ser que haya tenido razón. Heberto Padilla, hasta tímido para hablar de sí mismo, buscaba ambigüedades para referirse a todo lo que no fuera “sí mismo”. Más allá de su disidencia y obras literarias, tenía muchísimo que contar. Encarcelado por Fidel, fue torturado hasta perder el conocimiento. Se lo dejo en libertad pero no pudo abandonar la isla durante una década. Debieron interceder en último término Edward Kennedy y Gabriel García Márquez, pero paradójicamente en su exilio este poeta, temeroso del vecino de mesa, también debió sufrir las inclemencias de los liberals del mundo académico estadounidense.

Sus respuestas, durante la entrevista, fueron tajantes, tan tajantes como decir (cito la entrevista) que Fidel Castro “nos consideraba agentes del enemigo. Estaba convencido de que Jorge Edwards era un agente de la inteligencia norteamericana. Agregaba que Radomiro Tomic era agente de la CIA y enlace de Jorge, con el que se había visto en Perú varias veces. Sostenía que un escritor chileno que ya murió, Cristián Huneeus, a quien yo conocí cuando estudiaba en Londres y era muy buena persona, era un policía, un agente de inteligencia, y que tenía un pariente que llegó a Cuba a bordo del Esmeralda. Era tan delirante la conjetura de Castro…”.

Como el poeta se había entusiasmado con los inicios de la revolución castrista, le pregunté si él alguna vez había sido comunista:

“Ni antes, ni después, ni me lo pidieron ni creo que lo hubieran hecho porque pertenecer al P.C. en Cuba era un otorgamiento aristocrático, un título nobiliario. Algunos habrían dado la vida por serlo”.

Casi siete años después de esa entrevista supe que Padilla había muerto de un infarto a los 68 años, en Alabama, Estados Unidos. No puedo negar que lo sentí de veras.

 

 

Lillian Calm

Periodista

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